XLIV
Nacimiento de Jesús
He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada
vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no
eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada en
su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi
arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra.
Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de ella crecía
por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta
los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio,
parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la
bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad,
iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un
movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra y
aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen
Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba la
mirada sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo Eterno,
débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.
Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo
luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una
alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba
creciendo ante mi mirada; pero todo esto era la irradiación de una luz tan
potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció
algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin
tomarlo aún en sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía y lo oí llorar.
En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño,
lo envolvió en el paño con que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos,
estrechándolo contra su pecho.
Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio
velo y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma
humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo. Cuando habría
transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José,
que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó,
prosternándose, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le
pidió que apretara contra su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se levantó
José, recibió al Niño entre sus brazos y derramando lágrimas de pura alegría,
dio gracias a Dios por el Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi
a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían
absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba
recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. "¡Ah,
-decía yo- este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo
sospecha!"
He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por
José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la
gamella cavada en la roca, a la derecha de la entrada de la gruta, que se
ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en el
pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de alegría y
entonando cánticos de alabanza. José llevó el asiento y el lecho de reposo de
María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de
Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla
allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o
durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada.
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